El arroyo San Juan dividía Panambí y las tierras de Lucio Furst -que eran casi equivalentes- en una línea este-oeste casi perfecta. Furst y la señorita Gardiner o Gartner -nunca quiso ser señora Furst, pues siendo ella protestante y él ateo militante, no llegaron a un acuerdo para casarse por iglesia, que de todos modos no había- se instalaron del lado norte, en una casa amplia y fresca, con una galería espaciosa que la señorita mantenía llena de plantas exóticas de colores brillantes. Dedos verdes, tenía la señorita. "Mi jardinerita", le bromeaba Furst, en su inglés chapurreado aprendido a fuerza de cotidianeidad y silencios.
Para cuando César había alcanzado los 15, una extraña característica edafológica había dividido no solo la geografía sino las actividades del pueblo. Del lado sur, las semillas de Datura ferox, también conocido como chamico, que Furst había removido en su primer golpe contra la tierra, habían dado lugar a una invasión de esta maleza. Del lado norte, la salinidad y pH del suelo impedían el crecimiento de la plaga y permitían cierta actividad agrícola. Del lado sur, Furst hizo de tripas corazón y se embarcó en la cría de ganado.
Así, para cuando César y Aníbal tuvieron 20 y 18 años respectivamente, habían repartido en vida la herencia del padre. César heredó la primera actividad de Lucio y se dedicó a la agricultura; Aníbal, por su parte, se transformó en ganadero. Y tal vez se pueda decir con seguridad que Panambí Sur fue creado el día que César dormitó su primer post-coito en el trigal, bajo las estrellas; o quizás el día, varios años antes, en el que Aníbal observaba extasiado el accionar de los matarifes.
(Y sí, ya la sangre comenzaba a correr.)
14 de diciembre de 2005
30 de noviembre de 2005
Cuadernos de Lucio 5.2 - Del nacimiento de César y Aníbal Furst
El nacimiento de César y Aníbal está indisolublemente ligado a la decisión de Sarmiento de traer maestras del extranjero, eso es claro. No queda tan claro en cambio cómo es que llegaron las botas de Lucio Furst a pisar las entonces nuevas tablas del ahora desaparecido andén de Panambí para recibir, él justamente de entre todos los pobladores, a la señorita Gardiner o Gardner o Gerdiner, según la fuente consultada.
En todo caso, allí en el andén se encontraron y no pasó más de un mes para que el romance fuera vox populi, y fue apenas un trámite la conversión de miss Gardner al catolicismo y menos que un trámite la cópula brutal y un tanto apresurada que engendraría a Cesar Furst. Era época de langostas, y Lucio y su gente montaban guardia a la espera de la manga, listas las hogueras de madera húmeda y resinosa, cuyo humo hacía llorar pero salvaba la cosecha. "Así ganamos el pan con sudor y lágrimas. Nos ahorramos la sangre al menos." -bromeaba Lucio.
No fue cierto: la sangre llegaría más tarde, 20 años después del nacimiento de Aníbal Furst, tan copiosa como las cosechas de su ya rico padre, tan negra como la nube de langostas.
En todo caso, allí en el andén se encontraron y no pasó más de un mes para que el romance fuera vox populi, y fue apenas un trámite la conversión de miss Gardner al catolicismo y menos que un trámite la cópula brutal y un tanto apresurada que engendraría a Cesar Furst. Era época de langostas, y Lucio y su gente montaban guardia a la espera de la manga, listas las hogueras de madera húmeda y resinosa, cuyo humo hacía llorar pero salvaba la cosecha. "Así ganamos el pan con sudor y lágrimas. Nos ahorramos la sangre al menos." -bromeaba Lucio.
No fue cierto: la sangre llegaría más tarde, 20 años después del nacimiento de Aníbal Furst, tan copiosa como las cosechas de su ya rico padre, tan negra como la nube de langostas.
16 de noviembre de 2005
Cuaderno de Lucio 5.1 - De los orígenes de Panambí Sur
Porque, es de suponer, todo tiene un comienzo ¿no? De hecho, si nos esforzamos un poco (o más bien, no), todo tiene un solo comienzo, el mismo.
Dicho esto: Panambí Sur comenzó al condensarse de una nube de materia que giraba alrededor de una estrella así de pequeña, se enfrió, subió a la superficie del elipsoide de revolución que la contenía, formó parte de Pangea, derivó sobre el magma, y helo allí.
Panambí sur comenzó en el momento en que una piedra de exactamente 258 gr se movió ligeramente determinando el afloramiento de un hilo de agua que mucho más tarde recibiría el nombre de Arroyo San Juan.
Panambí Sur comenzó durante el período Cuaternario, cuando los vientos cubrieron la zona con fértiles cenizas volcánicas provenientes de los lejanos Andes.
Panambí Sur comenzó en el preciso instante en que Lucio Furst clavó su azada en la tierra a escasos 20 metros de su nuevo hogar, pensando que necesitaría dos cosechas al menos para comprarse un arado.
Quedensé con esto último, y sepan que no es verdad: las manos encallecidas de Furst aferrando la madera lustrosa de la azada, el dedo índice de la mano derecha levemente separado del resto para esquivar un pequeño nudo de la madera que lo incomodaba; los terrones secos de la superficie dando paso a la humedad oculta bajo ellos, tres semillas de Datura ferox viendo la luz por primera vez, un bicho bolita buscando apresurado la oscuridad y la humedad; todo eso no dio origen, precisamente, a Panambí Sur.
Se llamó tan solo Panambí, y parecía que hubiera estado allí desde siempre.
Dicho esto: Panambí Sur comenzó al condensarse de una nube de materia que giraba alrededor de una estrella así de pequeña, se enfrió, subió a la superficie del elipsoide de revolución que la contenía, formó parte de Pangea, derivó sobre el magma, y helo allí.
Panambí sur comenzó en el momento en que una piedra de exactamente 258 gr se movió ligeramente determinando el afloramiento de un hilo de agua que mucho más tarde recibiría el nombre de Arroyo San Juan.
Panambí Sur comenzó durante el período Cuaternario, cuando los vientos cubrieron la zona con fértiles cenizas volcánicas provenientes de los lejanos Andes.
Panambí Sur comenzó en el preciso instante en que Lucio Furst clavó su azada en la tierra a escasos 20 metros de su nuevo hogar, pensando que necesitaría dos cosechas al menos para comprarse un arado.
Quedensé con esto último, y sepan que no es verdad: las manos encallecidas de Furst aferrando la madera lustrosa de la azada, el dedo índice de la mano derecha levemente separado del resto para esquivar un pequeño nudo de la madera que lo incomodaba; los terrones secos de la superficie dando paso a la humedad oculta bajo ellos, tres semillas de Datura ferox viendo la luz por primera vez, un bicho bolita buscando apresurado la oscuridad y la humedad; todo eso no dio origen, precisamente, a Panambí Sur.
Se llamó tan solo Panambí, y parecía que hubiera estado allí desde siempre.
Como diría Javis: Qué quietud ¿no?
Parece que Aguavivas es una planta extraña que crece más rápido en tiempos de frío. Pero no hemos desaparecido, amigos. Al menos yo, Juan Poquito pa lo que gusten mandar, procuraré volver. Tendré que cambiar algunos de mis planes con respecto al proyecto, ya que evidentemente no podré cumplirlos por ahora, y tomar un ritmo más de blog, más corto.
Para abrir el apetito, les mando el listado completo de las Tareas para el hogar que han estado adornando mi messenger, una por día. Este es el primer ciclo ¿habrá otros? Mmmmm....
Tareas para el hogar
Tarea 1: Vayan a la playa. Escriban su nombre en la arena.
Parece que Aguavivas es una planta extraña que crece más rápido en tiempos de frío. Pero no hemos desaparecido, amigos. Al menos yo, Juan Poquito pa lo que gusten mandar, procuraré volver. Tendré que cambiar algunos de mis planes con respecto al proyecto, ya que evidentemente no podré cumplirlos por ahora, y tomar un ritmo más de blog, más corto.
Para abrir el apetito, les mando el listado completo de las Tareas para el hogar que han estado adornando mi messenger, una por día. Este es el primer ciclo ¿habrá otros? Mmmmm....
Tareas para el hogar
Tarea 1: Vayan a la playa. Escriban su nombre en la arena.
Tarea 2: Recuerden los siguientes olores: Lápices nuevos. Libros viejos. Ligustro en flor.Ordénenlos por antigüedad.
Tarea 3: Extiendan los brazos hasta alcanzar el infinito. Guarden un poco en una botella azul. Sírvanlo frío.
Tarea 4: Pasen todo el día sin decir la palabra "no". Tómense el tiempo entre cada desliz.
Tarea 5: Repitan antes de abrir cada puerta: "Todo bien, las cámaras de seguridad no pueden verme"
Tarea 6: Piensen 3 razones por las que con toda seguridad irán al infierno. No se arrepientan.
Tarea 7: Identifiquen a alguien que con toda seguridad irá al cielo pero no se lo merece.
Tarea 8: Roben una flor. Guardenla en un libro, envuelta en papel de seda.
Tarea 9: Roben un libro. Guardenlo en una flor, envuelto en papel de seda.
Tarea 10: Recuerden una golosina horrible de cuando eran chicos y cómprense una.
Tarea 11: Piensen en Marilyn Monroe cada vez que puedan.
Tarea 12: Claven un bife en un árbol de la calle. Cuélguenle un cartelito que rece "Murió por nuestros pecados".
Tarea 13: Acuéstensé boca arriba mirando el cielo, hasta sentir que van a caer dentro de una nube.
Tarea 14: Escriban un poema sobre el agua.
Tarea 15: Beban el agua sobre la que escribieron. Si no sabe a poesía, repitan las tareas 14 y 15 hasta que salga bien.
Tarea 16: Vean cuánto tiempo pueden soportar sin hacer NADA.
Tarea 17: Quemen un billete (vigente, truchos).
Tarea 18: Hundan las manos en tierra durante 5 minutos al menos.
Tarea 19: Abracen a 3 personas.
Tarea 20: ¡Felicitaciones! Recíbanse de algo, ustedes eligen qué. Dibujen su propio diploma.
13 de septiembre de 2005
Cuadernos de "La vuelta" 1.2
De la Breve Antología del Rubro 59 (Parte 8: Putos)
Cuando mi único ojo se pose en ti (Por el orto) - Epílogo
No se trata de saber preguntar sino a quién, a aquel que no ve en las preguntas fuentes de información sino búsquedas. Más difícil aún cuando hay retazos, cuando el esquema escamotea los datos con promesas de “ya te vamos a avisar” (aunque para él este esquema no fuera novedoso). Y las preguntas, desesperadas buscando averiguar cuánto había de posible en las amenazas, hallaron una respuesta tan previsible como indeseada: el “Matador”.
-Sí, el “Matador”. Hay una banda de putos que laburan para él. Ahora dame la guita y rajá.
Si el “León” Santillán había sabido urdir una red de honores y lealtades, el “Matador” fue más hábil y visionario. Entrelazó los hilos del “León” Manuel con los de la policía para, llegado el momento, hacerlo trizas sin que a nadie se le moviera un miserable pelo. “Al león lo mata el hombre”, dijeron muchos.
Y estaba nervioso como nunca. Trabajos muchísimo más difíciles lo habían encontrado más relajado y concentrado que este. Llegó a cometer el desconcierto de visitar a sus parientes de Rauch (suscitando toda clase de hipótesis por parte de sus tías, que fueron, equivocándose, desde el casamiento a la enfermedad terminal pasando por la penuria económica). Justamente, durante una sobremesa entró ese horripilante mensaje al celular penetrando la quietud pueblerina y poniendo en marcha su libreto. Consiguió los clasificados en un bar, buscó en el rubro 59 (al cual solo conocía por buscar mujeres) y encontró. “Elbiz con jopo. Todo servicio, todo terreno.” Anotó el número y salió a caminar. Se sentó en un banco de plaza y marcó.
-Elbiz todo servicio, ¿en qué puedo servirte? -atendió una voz exageradamente afeminada.
-Quiero un serivicio -dijo fiel al guión.
-¿De cuánto, papi?
-De cinco.
-No tenemos servicios de cinco, papi. El más barato sale treinta.
-¡Cinco mil, pelotudo! -contestó con sequedad, sin disimular la molestia.
-¡Ah, bueno, hubieras empezado por ahí! ¿Qué hacés que no estás acá? Ja, ja.
-¿A qué hora puedo ir mañana?
-Decime vos. Que no sea muy temprano, nada más.
-A las seis de la tarde.
-Que sea a las seis entonces. Anotate la dirección.
Le abrió la puerta un joven de unos veinticinco años, sonriente, con musculosa ceñida y pantalones negros de cuero, que lo saludó familiarmente con un beso en la mejilla.
-Te hacía más joven -confesó alegre-. Y menos tuerto.
Entró a un comedor pequeño que daba a la calle a través de dos ventanas cubiertas con cortinados. Estaba poco decorado, pero con colores muy llamativos: una alfombra color borravino, sillones naranja y un espejo imponente en una de las paredes; pocas plantas, luces dicroicas, un televisor.
-Pasá, sentate. ¿Te sirvo algo?
-Sí. Un whisky.
Necesitaba atontarse. Cuando se acomodó en uno de los sillones sintió la dureza del arma a la altura de los riñones. Escuchó el ruido del vidrio, del líquido, del hielo.
-¿Y a qué te dedicás?
-Vendo muebles -mintió mirándose en el espejo.
-¡Ah, qué bueno! A lo mejor me gano un descuentito.
Le alcanzó el vaso.
-Mirá, no tengo mucho tiempo.
El chico lo miró inmóvil con una sonrisa extraña.
-¿Qué? -preguntó tratando de tranquilizarse.
-¿A vos te espera una mujer como a tantos otros?
-Y...
Salió del comedor y entró a una habitación que se ubicaba detrás de la pared del espejo. El Tuerto tragó un sorbo grande.
-Decime... -preguntó en voz alta, como para ser escuchado del otro lado-, ¿no te molesta si echo un vistazo?
-¿Qué querés ver? -dijo reapareciendo.
-Quiero quedarme tranquilo de que no hay nadie espiándome.
-¡Ay, qué mueblero desconfiado! -exageró con sorna-. Vaya, vaya nomás. Revise. Curiosee. Y si encuentra alguien, avíseme que llamamos a la policía.
La habitación, siguiendo la gama de colores chillones del comedor, amoblada con una cama matrimonial y dos mesas de luz y un escritorio pequeño con una computadora, estaba vacía. Igual que el baño, la cocina y el lavaderito.
-¿Tranquilo?
-Sí, más tranquilo. Gracias -dijo, volviendo a sentarse y a agarrar el vaso.
-Bueno. Ahora mostrame lo tuyo.
El Tuerto sacó del bolsillo interior del saco el mismo sobre que le había dado el emisario, del cual había descontado la suma correspondiente, y se lo alcanzó.
Elbiz contó billete a billete: -...tinueve, cincuenta. ¿Ves que yo también puedo ser desconfiado si quiero?
-Acá tiene lo suyo, mueblero.
Se llevó un poco del polvo blanco a la lengua. Incapaz de distinguir calidades, sí sabía reconocer el sabor de la cocaína.
-Es para el cumpleaños de un amigo -aclaró por aclarar.
-Y digamé... -dijo apoyándole la mano en la entrepierna-, ¿vino a comprar nomás? Si quiere, le doy el regalito del combo.
Quiso terminar todo en ese momento: meterle un tiro entre los ojos y después escaparse a donde fuera, como tantas otras veces lo había hecho.
-Dale. Pero rápido.
Le bajó el cierre, hurgó y dejó al descubierto su flaccidez.
-Se tiene que relajar este tuertito -dijo antes de tragarlo.
-No, así no. Dame un forro -lo cortó el Tuerto cuando el chico ya estaba totalmente desnudo. Sentía náuseas, creía que iba a terminar vomitando y arruinando todo. El chico, de pie, hundió la cabeza en el sillón y se dejó hacer respirando profundamente. Al penetrarlo, el Tuerto sintió que se le aflojaban las piernas. Luego, empezó a moverse cada vez con mayor frenesí.
Y el asco trocaba en placer.
Se miró al espejo. Se vio horrendo.
De pronto, jadeante, el chico quiso atraerlo con sus brazos por detrás y tanteó la culata. Intentó sacar la cabeza de entre los almohadones desesperada e infructuosamente: el Tuerto lo mantuvo presionado con una mano, mientras con la otra desenfundaba, apoyaba el silenciador contra su nuca y jalaba el gatillo. Un sonido sordo. Un salpicón de sangre manchaba el naranja, parte de su manga y su mano izquierdas y se perdía apenas en el borravino de la alfombra. El forcejeo cesó. El cuerpo cayó inerte al costado, arrastrando el manchón de sangre. Hizo dos disparos preventivos más y guardó el arma todavía tibia.
Devolvió el sobre al bolsillo interior.
Todavía agitado, terminó el whisky de un trago. Se subió los pantalones y limpió sus huellas con un pañuelo. Se miró al espejo y terminó de aliñarse.
Pasó al baño a lavarse las manos. De regreso y ya a punto de irse, se asomó a la habitación, como si -a pesar de estar seguro de que no era así- pudiese recordar que había tocado algo que pudiera incriminarlo. Entonces, lo descubrió.
No había prestado atención, porque tampoco sabía nada de eso. Pero al mirar la computadora, notó que un cable subía por la pared y se perdía detrás de una fotografía enmarcada en la cual se veían unas uvas de metal. Al descolgarla, encontró una perforación cuadrada que atravesaba la pared de lado a lado y daba a la parte trasera del falso espejo. Apoyada en la base del cuadrado, había una pequeña esfera, de la cual salía el cable. La agarró cuando ya empezaba a entender. Y la miró mirarlo con ese único ojo suyo.
Cuando mi único ojo se pose en ti (Por el orto) - Epílogo
No se trata de saber preguntar sino a quién, a aquel que no ve en las preguntas fuentes de información sino búsquedas. Más difícil aún cuando hay retazos, cuando el esquema escamotea los datos con promesas de “ya te vamos a avisar” (aunque para él este esquema no fuera novedoso). Y las preguntas, desesperadas buscando averiguar cuánto había de posible en las amenazas, hallaron una respuesta tan previsible como indeseada: el “Matador”.
-Sí, el “Matador”. Hay una banda de putos que laburan para él. Ahora dame la guita y rajá.
Si el “León” Santillán había sabido urdir una red de honores y lealtades, el “Matador” fue más hábil y visionario. Entrelazó los hilos del “León” Manuel con los de la policía para, llegado el momento, hacerlo trizas sin que a nadie se le moviera un miserable pelo. “Al león lo mata el hombre”, dijeron muchos.
Y estaba nervioso como nunca. Trabajos muchísimo más difíciles lo habían encontrado más relajado y concentrado que este. Llegó a cometer el desconcierto de visitar a sus parientes de Rauch (suscitando toda clase de hipótesis por parte de sus tías, que fueron, equivocándose, desde el casamiento a la enfermedad terminal pasando por la penuria económica). Justamente, durante una sobremesa entró ese horripilante mensaje al celular penetrando la quietud pueblerina y poniendo en marcha su libreto. Consiguió los clasificados en un bar, buscó en el rubro 59 (al cual solo conocía por buscar mujeres) y encontró. “Elbiz con jopo. Todo servicio, todo terreno.” Anotó el número y salió a caminar. Se sentó en un banco de plaza y marcó.
-Elbiz todo servicio, ¿en qué puedo servirte? -atendió una voz exageradamente afeminada.
-Quiero un serivicio -dijo fiel al guión.
-¿De cuánto, papi?
-De cinco.
-No tenemos servicios de cinco, papi. El más barato sale treinta.
-¡Cinco mil, pelotudo! -contestó con sequedad, sin disimular la molestia.
-¡Ah, bueno, hubieras empezado por ahí! ¿Qué hacés que no estás acá? Ja, ja.
-¿A qué hora puedo ir mañana?
-Decime vos. Que no sea muy temprano, nada más.
-A las seis de la tarde.
-Que sea a las seis entonces. Anotate la dirección.
Le abrió la puerta un joven de unos veinticinco años, sonriente, con musculosa ceñida y pantalones negros de cuero, que lo saludó familiarmente con un beso en la mejilla.
-Te hacía más joven -confesó alegre-. Y menos tuerto.
Entró a un comedor pequeño que daba a la calle a través de dos ventanas cubiertas con cortinados. Estaba poco decorado, pero con colores muy llamativos: una alfombra color borravino, sillones naranja y un espejo imponente en una de las paredes; pocas plantas, luces dicroicas, un televisor.
-Pasá, sentate. ¿Te sirvo algo?
-Sí. Un whisky.
Necesitaba atontarse. Cuando se acomodó en uno de los sillones sintió la dureza del arma a la altura de los riñones. Escuchó el ruido del vidrio, del líquido, del hielo.
-¿Y a qué te dedicás?
-Vendo muebles -mintió mirándose en el espejo.
-¡Ah, qué bueno! A lo mejor me gano un descuentito.
Le alcanzó el vaso.
-Mirá, no tengo mucho tiempo.
El chico lo miró inmóvil con una sonrisa extraña.
-¿Qué? -preguntó tratando de tranquilizarse.
-¿A vos te espera una mujer como a tantos otros?
-Y...
Salió del comedor y entró a una habitación que se ubicaba detrás de la pared del espejo. El Tuerto tragó un sorbo grande.
-Decime... -preguntó en voz alta, como para ser escuchado del otro lado-, ¿no te molesta si echo un vistazo?
-¿Qué querés ver? -dijo reapareciendo.
-Quiero quedarme tranquilo de que no hay nadie espiándome.
-¡Ay, qué mueblero desconfiado! -exageró con sorna-. Vaya, vaya nomás. Revise. Curiosee. Y si encuentra alguien, avíseme que llamamos a la policía.
La habitación, siguiendo la gama de colores chillones del comedor, amoblada con una cama matrimonial y dos mesas de luz y un escritorio pequeño con una computadora, estaba vacía. Igual que el baño, la cocina y el lavaderito.
-¿Tranquilo?
-Sí, más tranquilo. Gracias -dijo, volviendo a sentarse y a agarrar el vaso.
-Bueno. Ahora mostrame lo tuyo.
El Tuerto sacó del bolsillo interior del saco el mismo sobre que le había dado el emisario, del cual había descontado la suma correspondiente, y se lo alcanzó.
Elbiz contó billete a billete: -...tinueve, cincuenta. ¿Ves que yo también puedo ser desconfiado si quiero?
-Acá tiene lo suyo, mueblero.
Se llevó un poco del polvo blanco a la lengua. Incapaz de distinguir calidades, sí sabía reconocer el sabor de la cocaína.
-Es para el cumpleaños de un amigo -aclaró por aclarar.
-Y digamé... -dijo apoyándole la mano en la entrepierna-, ¿vino a comprar nomás? Si quiere, le doy el regalito del combo.
Quiso terminar todo en ese momento: meterle un tiro entre los ojos y después escaparse a donde fuera, como tantas otras veces lo había hecho.
-Dale. Pero rápido.
Le bajó el cierre, hurgó y dejó al descubierto su flaccidez.
-Se tiene que relajar este tuertito -dijo antes de tragarlo.
-No, así no. Dame un forro -lo cortó el Tuerto cuando el chico ya estaba totalmente desnudo. Sentía náuseas, creía que iba a terminar vomitando y arruinando todo. El chico, de pie, hundió la cabeza en el sillón y se dejó hacer respirando profundamente. Al penetrarlo, el Tuerto sintió que se le aflojaban las piernas. Luego, empezó a moverse cada vez con mayor frenesí.
Y el asco trocaba en placer.
Se miró al espejo. Se vio horrendo.
De pronto, jadeante, el chico quiso atraerlo con sus brazos por detrás y tanteó la culata. Intentó sacar la cabeza de entre los almohadones desesperada e infructuosamente: el Tuerto lo mantuvo presionado con una mano, mientras con la otra desenfundaba, apoyaba el silenciador contra su nuca y jalaba el gatillo. Un sonido sordo. Un salpicón de sangre manchaba el naranja, parte de su manga y su mano izquierdas y se perdía apenas en el borravino de la alfombra. El forcejeo cesó. El cuerpo cayó inerte al costado, arrastrando el manchón de sangre. Hizo dos disparos preventivos más y guardó el arma todavía tibia.
Devolvió el sobre al bolsillo interior.
Todavía agitado, terminó el whisky de un trago. Se subió los pantalones y limpió sus huellas con un pañuelo. Se miró al espejo y terminó de aliñarse.
Pasó al baño a lavarse las manos. De regreso y ya a punto de irse, se asomó a la habitación, como si -a pesar de estar seguro de que no era así- pudiese recordar que había tocado algo que pudiera incriminarlo. Entonces, lo descubrió.
No había prestado atención, porque tampoco sabía nada de eso. Pero al mirar la computadora, notó que un cable subía por la pared y se perdía detrás de una fotografía enmarcada en la cual se veían unas uvas de metal. Al descolgarla, encontró una perforación cuadrada que atravesaba la pared de lado a lado y daba a la parte trasera del falso espejo. Apoyada en la base del cuadrado, había una pequeña esfera, de la cual salía el cable. La agarró cuando ya empezaba a entender. Y la miró mirarlo con ese único ojo suyo.
6 de septiembre de 2005
Cuadernos de “La vuelta” 1.1
De la Breve Antología del Rubro 59 (Parte 8: Putos)
Cuando mi único ojo se pose en ti (Por el orto) - 1ra parte
Menos inconfundible que el perfume de los jazmines, cuando escuchó la musiquita supo que alguien le había enviado un mensaje de texto. No pudo reconocer a ese destinatario que le decía sin rodeos: “Tengo un trabajo y pago bien”. Por eso, segundos después, el mensaje nunca había existido y volvía a apoyar el teléfono sobre el mantel: él no se relacionaba con desconocidos.
No alcanzó a pinchar de nuevo la milanesa y apoyar el filo del cuchillo que otra vez la musiquita y el mismo número. “Entrala”, decía ahora. Se quedó mirando las siete letras en la pantalla. Ese apellido decía mucho para él. Decía torturas, decía cara de porteño canchero tomando vermú; pero más que nada, la espeluznante escena del llanto sordo de un bebé encerrado en un microondas para que la madre llame al marido y así desactivar una venta de acciones: una mano en el botón de encendido y la otra, en el gatillo, por las dudas. Recordó el terror de lo que podría haber llegado a ver: ese cuerpito retorciéndose en el reducido espacio del gabinete del horno... Volvió a borrar el mensaje y a apoyar el teléfono sobre el mantel de tela.
Entrala... Profesionalismo extremo, sadismo puro. Por fuera de esos márgenes, era indudable que ciertos trabajos él los rechazaba o lo rechazaban a él. Y, en parte, gracias a ello, este hombre que ahora masticaba un bocado de milanesa y puré, hombre prácticamente solo en el mundo a no ser por dos tías ancianas y algunos primos anclados en Rauch (lo que es decir solo), había podido hacer dinero adicional a su no tan magro sueldo policial. Discreción, astucia para elegir los clientes, prolijidad, e instinto para aceptar los trabajos le valieron respeto (dentro del respeto que podía merecer) de pares y contratantes. “Autodisciplina y rezarle a Dios como mínimo una vez por semana. Pero no rezarle de chamuyo, de hablar por hablar, rezarle de corazón. Así él te protege de ciertas tentaciones”, solía decir a los jóvenes que a veces le preguntaban asombrados de que un tipo como él durase tanto tiempo en “la fuerza” o, incluso, en la Tierra. Después, a sus espaldas, murmuraban socarrones que la autodisciplina y la oración debían ser lo único gratuito del asunto.
Algo lleva a una persona a hacerse puto. Algo lleva a una persona que se hizo puto a meterse con drogas. Algo lleva a una persona que se hizo puto y se metió con drogas a quedarse con un sobrante. Y es que esa región del cosmos que para algunos solo es territorio de caos también tiene su orden. Ese orden dice claramente sin palabras: lo que no se da no se agarra.
Un sobre de papel madera con forma de ladrillo sobre la mesa entre los dos hombres.
-Y bueno... así es la cosa, Tuerto -dijo el emisario y vació el pocillo.
-¿Y cuánto hay ahí? -replicó señalando el sobre con el ojo de verdad.
-Diez. Diez mil “pesos”, ¿no?
Estaba bien: a mayor marginalidad, más barato, más fácil, más limpio. Estaba bien pago. Repitió toda la secuencia como una extensa pregunta que empezó con “Entonces, ¿...”. Mientras tanto, el emisario pinchó una aceituna que había quedado de antes (“déjelas”, le había dicho al mozo), la comió y devolvió el carozo pelado.
-Exacto. Tal cual.
Como única, suficiente, señal de aceptación guardó el sobre en el bolsillo interior del saco.
-Ah, me olvidé de un detalle -dijo con naturalidad encenciendo un cigarrillo-. Te lo tenés que garchar. Con un forro puesto para que no te reconozcan.
Lo invadió el asco, el odio y una crispación, como una descarga eléctrica. Volvió a poner el sobre en la mesa.
-Yo no hago esas porquerías. Llámenlo a Entrala o a otro, pero yo no hago esas cosas.
El humo trazaba volutas frente a la cara del emisario, que se había puesto tensa, angulosa, calavérica. Avanzó un poco para enfatizar sus palabras.
-Agarrá ese sobre, infeliz. Si no, te juro por mi vieja que no te levantás de esa silla, tuerto de mierda.
El emisario se distendió, sonrió apenas y volvió a apoyarse en el respaldo.
-Es un polvo, nada más. Pensá en cualquier cosa. Ni siquiera tenés que acabar, tenés que bombear un rato solamente -pitó y exhaló-. Ni siquiera tiene que estar vivo.
Lo único que consiguió decir fue: -¿Y a quién se le ocurrió semejante mierda?
-Me dijeron que vos no hacés preguntas.
-No, no hago preguntas si el laburo es decente... Dame un pucho, ¿querés?
-No sabía que fumabas -dijo burlón el emisario.
-No fumo... -dijo, guardando el sobre con una mano y sosteniendo el cigarrillo con la otra, que temblaba imperceptiblemente- Tampoco me ando garchando trolos, conchadesumadre.
Cuando mi único ojo se pose en ti (Por el orto) - 1ra parte
Menos inconfundible que el perfume de los jazmines, cuando escuchó la musiquita supo que alguien le había enviado un mensaje de texto. No pudo reconocer a ese destinatario que le decía sin rodeos: “Tengo un trabajo y pago bien”. Por eso, segundos después, el mensaje nunca había existido y volvía a apoyar el teléfono sobre el mantel: él no se relacionaba con desconocidos.
No alcanzó a pinchar de nuevo la milanesa y apoyar el filo del cuchillo que otra vez la musiquita y el mismo número. “Entrala”, decía ahora. Se quedó mirando las siete letras en la pantalla. Ese apellido decía mucho para él. Decía torturas, decía cara de porteño canchero tomando vermú; pero más que nada, la espeluznante escena del llanto sordo de un bebé encerrado en un microondas para que la madre llame al marido y así desactivar una venta de acciones: una mano en el botón de encendido y la otra, en el gatillo, por las dudas. Recordó el terror de lo que podría haber llegado a ver: ese cuerpito retorciéndose en el reducido espacio del gabinete del horno... Volvió a borrar el mensaje y a apoyar el teléfono sobre el mantel de tela.
Entrala... Profesionalismo extremo, sadismo puro. Por fuera de esos márgenes, era indudable que ciertos trabajos él los rechazaba o lo rechazaban a él. Y, en parte, gracias a ello, este hombre que ahora masticaba un bocado de milanesa y puré, hombre prácticamente solo en el mundo a no ser por dos tías ancianas y algunos primos anclados en Rauch (lo que es decir solo), había podido hacer dinero adicional a su no tan magro sueldo policial. Discreción, astucia para elegir los clientes, prolijidad, e instinto para aceptar los trabajos le valieron respeto (dentro del respeto que podía merecer) de pares y contratantes. “Autodisciplina y rezarle a Dios como mínimo una vez por semana. Pero no rezarle de chamuyo, de hablar por hablar, rezarle de corazón. Así él te protege de ciertas tentaciones”, solía decir a los jóvenes que a veces le preguntaban asombrados de que un tipo como él durase tanto tiempo en “la fuerza” o, incluso, en la Tierra. Después, a sus espaldas, murmuraban socarrones que la autodisciplina y la oración debían ser lo único gratuito del asunto.
Algo lleva a una persona a hacerse puto. Algo lleva a una persona que se hizo puto a meterse con drogas. Algo lleva a una persona que se hizo puto y se metió con drogas a quedarse con un sobrante. Y es que esa región del cosmos que para algunos solo es territorio de caos también tiene su orden. Ese orden dice claramente sin palabras: lo que no se da no se agarra.
Un sobre de papel madera con forma de ladrillo sobre la mesa entre los dos hombres.
-Y bueno... así es la cosa, Tuerto -dijo el emisario y vació el pocillo.
-¿Y cuánto hay ahí? -replicó señalando el sobre con el ojo de verdad.
-Diez. Diez mil “pesos”, ¿no?
Estaba bien: a mayor marginalidad, más barato, más fácil, más limpio. Estaba bien pago. Repitió toda la secuencia como una extensa pregunta que empezó con “Entonces, ¿...”. Mientras tanto, el emisario pinchó una aceituna que había quedado de antes (“déjelas”, le había dicho al mozo), la comió y devolvió el carozo pelado.
-Exacto. Tal cual.
Como única, suficiente, señal de aceptación guardó el sobre en el bolsillo interior del saco.
-Ah, me olvidé de un detalle -dijo con naturalidad encenciendo un cigarrillo-. Te lo tenés que garchar. Con un forro puesto para que no te reconozcan.
Lo invadió el asco, el odio y una crispación, como una descarga eléctrica. Volvió a poner el sobre en la mesa.
-Yo no hago esas porquerías. Llámenlo a Entrala o a otro, pero yo no hago esas cosas.
El humo trazaba volutas frente a la cara del emisario, que se había puesto tensa, angulosa, calavérica. Avanzó un poco para enfatizar sus palabras.
-Agarrá ese sobre, infeliz. Si no, te juro por mi vieja que no te levantás de esa silla, tuerto de mierda.
El emisario se distendió, sonrió apenas y volvió a apoyarse en el respaldo.
-Es un polvo, nada más. Pensá en cualquier cosa. Ni siquiera tenés que acabar, tenés que bombear un rato solamente -pitó y exhaló-. Ni siquiera tiene que estar vivo.
Lo único que consiguió decir fue: -¿Y a quién se le ocurrió semejante mierda?
-Me dijeron que vos no hacés preguntas.
-No, no hago preguntas si el laburo es decente... Dame un pucho, ¿querés?
-No sabía que fumabas -dijo burlón el emisario.
-No fumo... -dijo, guardando el sobre con una mano y sosteniendo el cigarrillo con la otra, que temblaba imperceptiblemente- Tampoco me ando garchando trolos, conchadesumadre.
18 de agosto de 2005
Cuadernos 4 - Síntomas (del cuaderno de Lucio)
Síntomas
Día 1
"Si quiere ver la vida color de rosa
eche veinte centavos en la ranura."
Día 2
Una fuerte picazón en el costado derecho, a la altura del esternón. Cristina dice que es nervioso. No sé.
Día 3
Toshiba - Suzuki - Yamaha - ¡Hosanna, Hosanna!
Día 4
Dejame ver sólo un poco más. Necesito aire para poder ahogarme.
Día 5
El dermatólogo me recetó una pomada, pero no hace efecto.
Día 6
En el infierno, los últimos faunos se retuercen.
Día 7
No es lo que digas, sino tu silencio lo que molesta.
Día 8
Ya no me pica. Cristina no vino hoy, así que no le pude mostrar: tengo la piel endurecida, como un callo suave y blancuzco.
Día 9
Y Dios
Día 10
está creciendo. Tiene unos cinco centímetros de diámetro, aunque es un poco más largo verticalmente. Cristina quiere que me lo haga ver. No sé qué le pasa. Estuvo muy callada, anoche, y hoy no llamó en todo el día.
Día 11
Te encontré esta mañana y sentí enredaderas en mi cuello y quise gritarte, pero sólo dije buenos días
Día 12
El estudio dice que se trata de algo anormal, unas divisiones meióticas o algo así. Quieren extirparlo, pero le tengo horror a las operaciones. No voy a ir más al médico. Por ahí se me pasa.
Día 13
Nadie es inmune a la locura. Cualquiera puede, en un momento de tantos, creerse normal.
Día 14
Hay una jaula abierta con un pájaro adentro.
Día 15
Desde la altura de la tetilla hasta el muslo: una masa blanda informe, con un pequeño saliente al lado del esternón, parecido a una nariz. Cristina dice que si no hago algo no vuelve a estar en una cama conmigo. Tiene razón: uno de estos días voy a hacerme ver.
Día 16
De noche, las sombras sospechan que las han engañado.
Día 17
No sé cómo, pero se fue. Menos mal: la parte superior se estaba pareciendo demasiado a una cara, y Cristina ya no quería ni verme.
Día 18
Intermezzo (Andante, ma non troppo)
Día 19
El médico dice que estoy bien, pero que me ponga a dieta. Peso como 10 kilos más que la última vez. No entiendo: no se me nota nada, la ropa me queda bien. Para mí que la balanza estaba mal.
Día 20
Demasiados sentidos para tener sentido
Día 21
Lamentos cadenas cementos idilios rediles
Día 22
Alguien vive conmigo. Entra de noche, abre la heladera. Encuentro restos de comida en el suelo por la mañana.
Día 23
Había una vez. Pero ya no.
Día 24
De vanas
Día 25
De ciertos
Día 26
Tuve un sueño: despertaba en la noche; 3:33 AM. Se acercaba bajo las sábanas. Quise gritar, pero no podía. Sentí algo raro en mi costado. Me miré y, por un segundo, vislumbré una sonrisa, una mirada divertida fundiéndose en mi carne. Grité y Cristina se despertó, y no había nada raro conmigo.
Día 27
Deberían saber, en las aduanas, que todos tenemos algo para declarar.
Día 28
Cristina desapareció anoche. Vino a casa y se quedó a dormir. Cuando desperté, ya no estaba. Dejó su bolso y una cocina demasiado ordenada. Otra vez la picazón.
Día 29
Y Dios
Día 30
está ahí, cada vez más. Paso las noches en vela, esperando que entre, pero sabe cuándo me quedo dormido, y lo aprovecha.
Día 31
Pasear por un reloj a contramano.
Día 32
Sólo signos
Día 33
Conseguí unas píldoras. Veremos quien gana: mi sueño o su hambre, quien aguante más.
Día 34
Nada
Día 35
Nada
Día 36
Nada
Día 37
Nada
Día 38
Un grito, un desgarro, un tumor, un satélite, una sonda en el espacio carne de mi carne desde mi carne no mi carne, un retazo hambriento y furioso de un-no mismo.
Día 39
Dormir todo el día como si no hubiera noche de la cual escapar.
Día 40
Siento su respiración al ritmo de la mía, y su peso en la cama hunde el colchón de una forma nueva. Sé que si extiendo la mano podría tocar su cadera desnuda, pero no puedo ni pensar en lo que pasaría después. Me pregunto si es bella. No lo sé. No corresponde compararla estéticamente a ella, única en su clase, dormida en mi cama. Quién sabe si sueña
Día cero
En el principio era el Caos
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