10 de octubre de 2006

Cuaderno de Lucio 5.6 - De la fiesta, el menú, y el inicio de Panambí Sur.

El final de Panambí y el inicio de Panambí Sur (es decir, el final de Panambí Norte pero también, al final del camino, el final de Panambí toda, aunque eso sea otra historia y no ésta) comienzan con una semilla mucho más antigua que el pueblo mismo, decidida sin saberlo a germinar en roble. De la misma manera nacen y mueren los pueblos: sin saberlo. Madera noble es la del roble; la madera de Panambí estaba aún por verse. No piense el lector que se trata de criticar a nadie: ciertas asperezas son esperables. Son ellas las que hacen que se luzca la mano, los dedos que saben escuchar el ruego mudo de las vetas. Cepillos, lijas, lustres y paciencia, cantos que se perfilan y cantos al perfilar, el olor de la cera penetrando en la carne oscura y lignificada; así se aúnan los espíritus del roble, el hombre y el enjambre hasta cuajar en voluta, moldura, espejo vegetal.

Imagine el lector la extensión de madera, en una sola mesa larguísima, suficientes para contener un pueblo. Suficiente también para separarlo: los del norte y los del sur, por esa cuestión de cercanía, sentados uno de un lado y otros del otro. Extrañas mesas recorridas a lo largo, de cabecera a cabecera, por sendos pares de surcos a unos cincuenta centímetros de cada lateral. Extrañeza de los aldeanos; guiños cómplices de los que están en el asunto.

La noche anterior tuvo lugar la doble ceremonia, y se hubiera dicho que no quedaban flores en el campo, de tantas que engalanaban la iglesia y los atuendos de las novias. Los novios saludaron en el atrio (que no era tal, sino la calle), y una banda de muchachos los siguió hasta el casco de la estancia de Furst, donde los esperaban dos habitaciones que superaban por mucho la imaginación de los panambienses. Bajo las ventanas de cada alcoba se entonaron canciones soeces y se elevaron torpes brindis por la salud de ambas parejas. Muchos durmieron su borrachera allí mismo, y tuvieron que correr a la mañana siguiente a buscar sus mejores galas.

No se abrieron las ventanas hasta que no estuvo la gente dispuesta, Norte frente a Sur, a lo largo de la mesa. Veinte afanosos mozos sirvieron pan y quesos variados, y justo antes de comenzar la comida se oyó el grito de Aníbal, un aullido salvaje y risueño. En la otra punta del edificio, como un ojo que se abre perezosamente luego del otro, César también abría y saludaba. La multitud aplaudió. Aníbal, enfervorecido, ató la sábana nupcial a su cuello, se descolgó por la ventana y corrió aullando alrededor de los comensales. Era el momento del festín.

Los mozos se movían como hormigas: la comida aparecía como por milagro frente a los comensales, en fuentes que al ser destapadas llenaban los sentidos de alegría. Se adivinaba el humo desde atrás de la casa, pero nadie pudo ver las parrillas, nadie tuvo acceso a las cocinas responsables de aquel festín fatal.

Comenzaron con lo mejor de los huertos de César: ensaladas de ocho, nueve, mil tonos de verde, con hojas de texturas que maravillaban el paladar. Berenjenas, calabazas, batatas, ajíes asados. Milhojas de papa, finísimos; hojas de espinaca fritas apenas en aceites purísimos, como encajes verdes y crocantes. ¡Y el vino!

Para el vino eran las dos canaletas exteriores talladas en la mesa, dos ríos paralelos de vino blanco y dulce corriendo de una cabecera a otra, y quien quisiera no tenía más que hundir la copa en la corriente, y el comentario asombrado era uno sólo: el excéntrico festín se recordaría durante años. Mal podían imaginar, mientras el vino corría por las gargantas sedientas tan sólo de borrachera, que en escasos minutos esa fiesta se transformaría en el secreto mejor guardado de Panambí. No se culpe a nadie: no había en los surpanambienses más abismos de maldad que en los del norte, ni más violencia intrínseca que en la mecha de una granada.

Como por una mecha encendida corrió el comentario. Dos palabras, apenas entendidas por algunos, pero pasadas fielmente de boca en boca: ¡La sangre!

Palabras apenas entendidas porque no todos vieron lo que había que ver.
Muchos las interpretaron como el anuncio de la siguiente parte del menú: era el momento de Aníbal.

Avanzaron chorizos rellenos con todo tipo de carne y especias, mollejas crujientes por fuera y jugosas por dentro con un jugo hialino. Aparecieron tripas chorreando jugos grasosos y aromáticos, chinchulines dorados que supuraban al cortarlos su cremoso contenido, cabezas de cerdo con una manzana en la boca, sesos blandos como caquis maduros. Y carnes, claro, reses enteras cocinadas con tanto arte que no toda preferencia entre cortes se perdía; perniles, lomos, matambres, rabos, todo servido con presteza frente a los comensales. Y la sangre y los jugos corriendo por las canaletas interiores, lista para echar sobre los platos, un reguero bordó y espumoso, avanzando como el rumor: la sangre. Sólo unos pocos vieron la sábana al comienzo, la sábana nupcial de Aníbal, arrojada al suelo con descuido, y la mancha roja en ella, el testimonio de una imprevista virginidad. El entendimiento fue cayendo generoso sobre la mesa y sus venas abiertas, y sólo dos preguntas quedaba sin articular: ¿sabían ellos? Y si no sabían ¿cuál de ellos había sido el primero?

Pero nada se dijo, siguieron las mandíbulas y sólo los ojos buscaban de a ratos la blancura de la sábana, el rostro inexpresivo de César, siempre tan callado, y otra vez el cuero churruscante y la salsa criolla generosa sobre el músculo y el nervio, las bocas llenas, desesperadas por la carne y el vino ahora tinto y masticar, masticar, masticar.

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¿Comulgaron los panambienses con la carne del muerto? ¿Probaron carne humana, acaso los del sur, acaso los del norte? No lo supieron nunca y tal vez por eso el silencio, esa especie de pacto que unió a los surpanambienses de allí en más. En todo caso, antes del silencio: los gritos. Y antes de los gritos el estupor, el tenedor que se detiene portando un pedazo de vacío. Y antes de eso, la cabeza asada de Aníbal rodando sobre la mesa, derribando copas en un macabro juego de bolos. Después, el estupor; después los gritos.

Ahora bien ¿cuándo comenzó Panambí Sur? ¿En qué instante aciago, en qué pacto fraternal, si es que lo hubo, decidió Eris suplantar el cuerpo de su hermana? ¿Cuándo fue que el río que dividía el pueblo dividió los corazones de la gente? Es mucho más sencillo creanme, culpar a una azada o a un terrón de tierra, que tratar de explicar lo que siguió.

Se lanzaron los de Panambí Sur, los matarifes, sobre los inocentes agricultores del norte. No sobre César: sobre todos menos sobre César, al que nunca volvieron a ver. Decenas de cuchillos se levantaron; más decenas de gritos se oyeron. Extraño altar, pero cuán adecuado, aquella mesa de roble. Así fue el bautismo de Panambí Sur. Interrogantes quedaron tantos como marcas en la mesa: dónde habían ido las mellizas; dónde había huido Lucio Furst; quién fue el que inició el fuego.

Eso es todo; como es finalmente el grueso de la Historia: un puñado de incertezas. De Panambí Sur no hay crónicas, no hay relatos orales ni tradiciones; sólo murmullos, sugerencias, falsos recuerdos; lo que se sabe, más que saberse se intuye, se hereda. Este silencio, esta negación del pasado, la atribuyen algunos a la culpa, al pacto de hermanos en la sangre. Pero no falta el espíritu socarrón que afirma que en realidad, lo que aflige a los surpanambienses es la vergüenza, vergüenza por su total falta de originalidad.

FIN (del prólogo)

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