18 de octubre de 2006

Cuaderno de Lucio - 6

¡Sangrienta Ola de Crimenes en Panambí Sur!

"Pocas cosas tan limitadascomo la imaginación humana"
La clepsidrah, "Sobremesas retóricas"


Panambí Sur, domingos, mediados de enero. El padre Gregorio, sentado en los escalones del altar, se aflojó la sotana para secarse el cuello con un desteñido pañuelo azul. Los domingos de verano lo agotaban. Y para peor, mitad de mes: él vendría.

Llegó al caer el sol, vestido con su eterno traje marrón, el paso tranquilo y la expresión seria de siempre. En la entrada de la iglesia lo esperaban los mendigos. Sonriendo, los contó con sus dedos y repartió entre ellos todo el contenido de su billetera. En el momento en que concluía el reparto, llegó corriendo un chico de unos nueve años, harapiento, sucio y sonriente.

—¡Señor Nicolás, señor Nicolás!

Permanecieron frente a frente, inmóviles, observando la billetera vacía. Desde la iglesia, el padre espiaba la reacción de Nicolás. Sin dudar un momento, con total naturalidad, Nicolás guardó sus documentos en el bolsillo, sacó los plateados gemelos de los puños de su camisa y los entregó al chico. Lo consiguió otra vez, pensó Gregorio. Desgraciado.

—Buenas tardes, Padre.
—Buenas tardes, Nicolás. —suspiró Gregorio. Decididamente, hoy no podría soportarlo. Ambos se dirigieron hacia el confesionario.
—Padre, perdóneme porque he pecado. Hace treinta y un días que no me confieso.
Gregorio tomó aire, apretó los puños y se lanzó.
—Por favor, Nicolás, dejémonos de tonterías. Ambos sabemos que no hiciste nada.
—Pero padre, eso es soberbia...
—Nicolás, por favor, si en tu vida... —se detuvo a secarse la frente. Ya había dado el primer paso. Concluir sería fácil—. Por ultima vez, Nicolás, POR ULTIMA VEZ, quiero que te confieses. Pero no por el mes, sino por toda tu vida. Decime, ¿alguna vez mataste a alguien?

La cara de Nicolás casi daba risa. Gregorio nunca lo había visto tan confundido, tan desorientado.

—Pero Padre...
—Ya, ya sé que no. ¿Deseaste alguna vez a la mujer de tu prójimo? ¿Fornicaste, siquiera?
—N-no, padre.
—¿Nunca? ¿No serás...?
—¡Padre, por favor! —chilló Nicolás— Me gustan las mujeres, en serio, sólo que... no sé, no he encontrado la correcta, supongo. Aún así —se apresuró a agregar—, no dejaría que pase nada hasta el matrimonio.
—Está bien, te creo. ¿Mentiste? ¿Robaste, aunque más no sea un vuelto cuando eras chico? ¿Insultaste? ¿Faltaste a la honra de tus padres?
—No padre, nunca.
—Bueno, entonces ya está, podés irte. Los diez padrenuestros por la soberbia ya son una hipocresía. Somos gente grande.
—Padre, por favor —imploró Nicolás.
—Ta’ bien, rezá los padrenuestros si querés, pero que conste que no son penitencia. Yo te perdono de por vida por los pecados que nunca cometerás. Ve con Dios y bendito seas, hijo mío.

Nicolás dejó el confesionario como borracho. Se dirigió Maquinalmente al altar y rezó con lágrimas en los ojos. Gregorio lo observaba. Se preguntó si habría hecho bien.

Nicolás se levantó y emprendió la salida. Musitó un “Adiós, Padre”. Gregorio habrió la boca para responderle, pero no llegó a hacerlo: mientras avanzaban hacia la salida, los zapatos marrones dejaban el suelo y un halo irisado y resplandeciente envolvió a Nicolás. Así volando, mientras ajustaba como podía los puños de su camisa, Nicolás dejó la iglesia y se acercó a una ancianita que quería cruzar la calle.

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